Cara dura

Supongamos que tenemos una traductora del idioma x al inglés. No es nativa del inglés, pero hemos comprobado que es más difícil tratar con nativos del inglés. No se trata de tenerle manía a una cultura o a un país concreto, ni de abaratar costes. Simplemente, hay menos anglófonos que hablen el idioma x que nativos del idioma x que hablen inglés. Obviamente, la expresión no es tan natural, pero sí tienen una actitud distinta, la de tener ganas de trabajar. Y esto no me lo invento yo, lo dice un cliente inglés nuestro.

En fin, a lo que vamos. Tenemos una traductora del idioma x al inglés con la que no estamos nada contentos, pero no logramos encontrar otra persona que acepte textos tan técnicos en una lengua tan minoritaria. El caso es que estamos investigando la incorporación de la traducción automática a nuestro flujo de trabajo. Que nadie se asuste, no se trata de rebajar la calidad, sino de ahorrar tiempo y esfuerzo (lo que significa abaratar costes, sí). Pues el otro día se nos ocurre, medio en broma, comparar la calidad de Google Translator con las entregas de esta proveedora. Primera sorpresa, la traducción de máquina era de bastante buena calidad. Segunda sorpresa: párrafos enteros exactamente iguales entre uno y otro, en la mayoría de casos con mínimos retoques.

Soy consciente de que la herramienta de Google aprende, ya que es traducción estadística en lugar de basada en reglas y, además, se le pueden sugerir traducciones más correctas para la mejora del sistema. Por lo tanto, ¿sería posible que el huevo no viniera de la gallina, sino la gallina del huevo? Es decir, quizá lo que aparece ahora en Google Translator es lo que puso esta persona en su día. Pues no, Google tarda un poco más en actualizar sus bases de datos. He hecho pruebas, alimentando texto a la maquinita y horas después sigue sin actualizarse. Quod erat demostrandum, que decía mi profesor de lengua.

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